Personalidades increíbles en un lugar como Saigón

Si hay algo que he aprendido tras casi tres meses viajando como mochilero, recorriendo diferentes países, es que a veces, la magia surge de las personas, más que de los lugares. El «dónde» se convierte en circunstancial, y es el «con quién» lo que toma relevancia. El lugar se transforma en un mero escenario, donde son las personas con las que te rodeas las que hacen que la «obra» sea interesante y cobre importancia. Me pasó en Tailandia (viajando con Raquel, David y Mireia), se repitió en Camboya (con Rob, Julienz, Chung y su familia) y me volvería a pasar en Vietnam repetidas veces. En esta ocasión, sería en Ho Chi Minh, y de la forma menos esperada, donde conocería a Aída, una increíble y valiente menorquina, que a su corta edad, su vida ya daría para escribir un bonito libro. Si queréis conocer más sobre ella, seguid leyendo…

Ya hacía tiempo venía yo con la idea de probar el cine en uno de estos países asiáticos, tan diferentes a la moderna Europa en casi todo. No surgió la oportunidad en Tailandia ni en Camboya, así que durante mi larga estancia de una semana en la ciudad de Ho Chi Minh, me puse manos a la obra en la tarea de encontrar un cine cercano y una buena película. Al final opté por un «Cinestar» que tenía a 15 minutos de mi hostal.

El cine visto desde fuera
El hall del cine, limpio y con buen aspecto

De las 8 o 9 películas que tenían en cartelera, entre «films» occidentales y autóctonos de aquel país, me decidí por «Jumanji 2», con voces originales en inglés, por aquello de «enterarme de algo», más que nada.

Esta no tenía mala pinta la verdad
Chi Chi Em Em
«¿Estará el título muy relacionado con el contenido?» Me pregunté…
Jumanji 2
Pero acabé decantándome por Jumanji 2

Una sala casi llena dio la bienvenida al comienzo de la película, que se desarrolló en todo momento en silencio y de la misma manera que lo haría en una sala de cine de España. No hubo aplausos, risas exageradas o conversaciones molestas. La experiencia en el cine en la ciudad de Ho Chi Minh fue totalmente normal.

Sala de cine
Una sala moderna y limpia
¿Y qué sería de una sesión de cine sin palomitas? Me pregunto quién las pondría de moda…

Y de forma bastante normal y corriente se desarrolló la primera sesión de cine que he visto fuera de España en mi vida. Si tuviera que dar mi opinión sobre la película, diría que es «flojita», sobre todo si se comete el atropello de compararla con la mítica primera parte de 1995, con el gran Robin Williams como protagonista.

Después de terminada la sesión y perderme un tiempo por las calles de Saigón, me entró hambre, y de camino al hostal donde me alojaba decidí probar un restaurante local que se encontraba justo al lado y que aún no había experimentado.

Entré al lugar y crucé una mirada con la única chica de aspecto «no vietnamita» que allí se encontraba comiendo. De piel clara pero ligeramente bronceada. Rubia y con ojos azules. «Mira, la única extranjera del lugar, tiene pinta de noruega, pero bien podría ser francesa, de la parte norte«, pensé. Nos saludamos levemente con la cabeza, en una señal de complicidad, siendo los únicos «forasteros» entre tanto vietnamita.

Me senté en la única mesa libre que quedaba (una mesa grande, para unas ocho personas) y pedí «algo» típico, que no sabía bien lo que era, pero que quería probar. A los tres minutos de pedir, llegaron al restaurante otros cuatro vietnamitas, y claro, el negocio es el negocio, y uno de los camareros me pidió amablemente si podía dejar esa mesa libre para los cuatro nuevos comensales, y compartir mesa y velada con cualquiera que tuviera espacio allí. Tenía hambre y ganas de comer pronto, así que acepté. Me levanté, y al girar la cabeza, aquella rubia con pinta de noruega, o francesa, me hacía gestos invitándome a sentarme con ella. Nada más aproximarme me preguntaba: «¿where are you from?«, «I am from Spain«, le contesté. «Ah, bueno, entonces podemos hablar español«, me dijo. Yo me quedé un poco asombrado, pero sí, aquella rubia de aspecto más bien nórdico, era Aída, nacida en Menorca y residiendo desde hace unos años en Barcelona.

Aída, en el norte de Vietnam

Resulta que Aída acababa de aterrizar en Ho Chi Minh, hacía prácticamente dos horas, y no conocía nada ni a nadie. Llegaba desde una isla paradisíaca y casi vacía de Indonesia, donde pasó casi un mes entero entre monos, palmeras y cocoteros. Nos caímos bien desde el primer momento. Teníamos mucho en común (sobre todo nuestra pasión por viajar y descubrir) y yo estaba literalmente flipando con algunas de sus historias y aventuras.

Con tan sólo 17 años, preparó su mochila y se fue sola a viajar por África. Contando sólo 19, hizo lo propio, pero esta vez en India (país desde el que estoy escribiendo, y que una vez he experimentado, otorga mucho más valor y gallardía a esta menorquina). Desde entonces no ha parado de viajar cuando le ha sido posible, y hoy, con tan sólo 22 años, ha visitado más de 12 países de 3 continentes diferentes (Europa, Asia y África). Si alguien piensa que esto no es un ejemplo de coraje y valentía, tiene que probar a viajar solo por India, y después comprenderá lo que digo.

Después de haber contraído un aparente «dengue» benigno en África, que no le supuso más que unos días de fiebres y malestar, en India tuvo la grandísima mala suerte de volver a toparse con la hembra del Aedes aegypti, lo que resultó en un «dengue hemorrágico» que la llevó directa al hospital. Allí, en un hospital indio, estuvo ingresada con hemorragias severas (el dengue hemorrágico es potencialmente mortal), al cabo de unos días, sin que la situación mejorara, el doctor le dio la noticia: «Aída, te quedan aproximadamente unos días de vida, no podemos hacer nada«. Imaginaros la situación por un momento, por favor. Pues bien, lejos de entrar en pánico o ponerse a llorar y suplicar como una desquiciada, Aída dejó todo a cargo y disposición de otro amigo que viajaba con ella, para que, llegado el momento, llamara a su familia para comunicarles la noticia y se encargara de gestionar el dinero y las pertenencias que llevaba consigo (decidió no comunicarle la noticia a su familia por riesgo -como es lógico- de que todos se trasladaran a India para estar con ella o buscar otra solución). Y la decisión en ese momento no pudo ser más acertada, pues al pasar las horas, Aída fue recuperando notablemente la salud, ante la sorpresa y perplejidad del doctor, que no se explicaba a qué se debía aquella mejoría, cuando ya habían dado el caso por perdido.

Con ella pasé los siguientes dos días en Ho Chi Minh, y gracias a su extrovertida y abierta personalidad, siempre dispuesta a conocer nuevas personas (cosa que yo a veces evito por ahorrarme la triste despedida), conocimos otros viajeros de diferentes nacionalidades mientras hacíamos el tour de los túneles de «Cu Chi».

Túneles Cu Chi
Entrada a un túnel subterráneo, de las pocas fotos que tomé en la visita

Visitar, y sobre todo, transitar por los históricos (y ESTRECHÍSIMOS) túneles subterráneos que construyeron los vietnamitas durante las guerras contra Francia y Estados Unidos (algunos de ellos de más de 250 kilómetros de distancia) fue una experiencia interesante, y por momentos también agobiante. No tan interesante es el modo en el que enfocan agencias y tours el tema de la guerra para sacarse unos beneficios extra. Además de mostrarte los túneles, las convencionales trampas que creaban los vietnamitas, y explicarte parte de la historia (o al menos su punto de vista de la misma), te ofrecían la posibilidad de disparar las armas que se utilizaron en el conflicto si pagabas una cantidad extra. Como digo, el tour al final no nos dijo mucho, pero al menos nos sirvió para conocer al grupo de personas (dos filipinas, un suizo y un inglés) con el que compartiríamos aquella noche cenando y tomando algo. ¡Cheers!

Amigos cenando en Saigón
El grupo cenando después de la visita a los túneles de «Cu Chi»
Unas bebidas y refrescos con vistas de Saigón

Y ahora quiero contar una anécdota mucho menos positiva, pero que me gustaría que sirviese a modo de «aviso a navegantes«, o en este caso «viajeros«, y que efectivamente, es uno de los «peros» que habría que ponerle a la ciudad de Ho Chi Minh.

Me llamó la atención cuando llegué a aquella ciudad las constantes advertencias, tanto verbales como escritas, acerca de la precaución al caminar por la calle con el móvil en la mano. Incluso tenían un cartel en la entrada del segundo hostal en el que me alojé, advirtiendo sobre esto. Se trataba del peligro a que te lo quitaran de las manos al pasar en moto. Me llamó la atención porque no había escuchado semejantes advertencias antes en ningún otro lugar. Ni en Bangkok, ni tampoco en Nom Pen, capitales de Tailandia y Camboya, respectivamente. Pero aquí, en Ho Chi Minh, era una constante. «Cuidado con el móvil y los bolsos cuando vallas por la calle«.

Yo, confiado por naturaleza, me tomé la advertencia medio en serio (digo medio, porque sí que tuve algo más de cuidado), pero igualmente sacaba el móvil en mitad de la calle, mientras las motos pasaban a escasos centímetros, para comprobar la ruta en el mapa o cualquier otra cosa.

Por algo la llaman «la capital de las motos»

Al segundo día de estar allí, me reuní con mi colega Julienz, el alemán que conocí en Siem Riep (Camboya) para salir a tomar algo. Cabe resaltar que Julienz es un experto en el país vietnamita. Lo ha visitado y recorrido cuatro veces en total, y su actual novia es nativa de este país. Pues bien, después de unas cuantas «craft beers» en un bar, decidimos cambiar de ambiente y de lugar. Durante el camino, me entraron ganas de mear, y encontrándonos en mitad de una calle en la que todo estaba cerrado a esas horas (serían las 10 de la noche), decidí pararme a mear en un árbol que había por allí. Lo siguiente que pude ver fue una moto con dos chavales subiéndose con la moto a la acera peatonal donde nos encontrábamos. Julienz un poco más allá, esperándome, con el móvil en la mano. Ni por asomo me imaginé lo que se proponían. Mi amigo se encontraba en aquel momento absorto en su teléfono. En cuestión de segundos pasaron a escasos centímetros y el que iba detrás le arrebató el móvil de las manos. La moto aceleró, mientras el pobre alemán, calzado con chanclas, corría como un loco detrás de ella, profiriendo mil improperios en alemán. Los ladrones se perdieron a toda velocidad por una de las calles de Saigón, y Julienz no volvió a ver más su móvil. Yo me quedé petrificado, con «la chorra» todavía en la mano, observando absorto la escena, y pensando al tiempo en lo afortunado que fui de no haber sido yo la víctima, mientras al mismo tiempo sentía tristeza por mi amigo alemán.

Mercado de fruta Saigón
Mercado de fruta en Ho Chi Minh

Y así, habiendo disfrutado y sufrido Saigón a partes iguales, compré otro ticket de mis queridos buses nocturnos con destino Da Lat, una ciudad a 300 kilómetros al norte de las que tenía muy buenas referencias.

¡Nos vemos en Da Lat!
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